«Morts pour la patrie»

Franceses celebran liberación de París
Iñaki Egaña

Ni la toma de la Bastilla, ni la Marsellesa ni les Bleus cohesionaron a una sociedad diversa tanto como lo hizo el relato de «las guerras heroicas».

El 11 de noviembre se conmemoraba en Francia el armisticio que llevó al fin de la Primera Guerra mundial. Han pasado 104 años desde que en aquel paraje hoy desconocido para nosotros del norte francés se firmó el fin de una guerra tan inútil como sangrienta. Hoy, la población del armisticio tiene poco más de 40.000 habitantes, Compiègne. La firma en su sede puso fin a una tragedia que desde Hego Euskal Herria nunca hemos sabido calibrar en su justa medida. A menudo suelo referirla como la mayor penalidad que hemos pasado los vascos en la historia reciente. Mayor que la de la guerra del 36.

La solemnidad con la que se celebra cada año el aniversario del fin de la guerra, a pesar del transcurrir del tiempo, impresiona. Han sucedido cuatro o cinco generaciones de la sarracina, pero los ecos de aquella gran mortandad, sobre todo juvenil, aplacan aún el ánimo. Estremece, asimismo, leer la lista de fallecidos en cada pueblo de Ipar Euskal Herria, jóvenes cuyo único recuerdo es el nombre que ha quedado relatado en una inscripción común. Murieron en Verdún y en otros escenarios ajenos al país, marcados por la frase lapidaria de «Morts pour la patrie». Más de 6.000, el 3% de la población. El 25% en la mayoría de los pueblos del interior si únicamente contabilizáramos a los jóvenes. Los heridos se registraron por decenas de miles.

Este año, una pancarta en Pausu con el vocablo de la patria tachado y sustituido por la palabra Francia, es decir que transformaba la inscripción de «Morts pour la patrie» por la de «Morts par la France», más el añadido de «Frantziak erailak», ha provocado una virulenta reacción de los alcaldes de Urruña y Hendaia, Filipe Aramendi y Kote Ezenarro. El primero de EH Bai y el segundo del PSF. Han considerado la pancarta insultante y han defendido ese relato inamovible, a pesar de las ironías que nos dejó al respecto Pierre Lemaitre y que le llevó a ganar el Goncourt. La grandeza de Francia, el chauvinismo de su clase política y la narración de la construcción de la identidad francesa son intocables, como la Constitución española de 1978.

La Primera Guerra mundial fue un acontecimiento desgarrador que sirvió para dividir a la clase obrera europea. La consecuencia más dramática fue la de ocho millones de muertos en cuatro años. De esa cantidad, casi un millón y medio de los fallecidos tenían nacionalidad francesa, es decir, el 10% de la población activa. La deserción e insumisión fue una de las señas de la guerra en Ipar Euskal Herria.

A medida que la guerra se iba cobrando víctimas, la deserción subió de tono hasta convertirse en un problema de envergadura para el Ejército francés: entre 8.000 y 12.000 vascos, según las fuentes, desertaron. Las medidas se sucedieron una tras otra, se cerró incluso la frontera, se acusó de espías a los insumisos, se ejecutó a alguno de ellos bajo esa acusación, se censuró la correspondencia, se controló y reprimió a los familiares que pasaban de visita la muga hacia el sur, se pagaron sobresueldos a los gendarmes más diligentes y, finalmente, el Ministerio de la Guerra francés negoció con su homónimo español para que los desertores detenidos fueran deportados al Marruecos español. Una nueva tragedia.

No fue, sin embargo, la primera ni la última guerra a la que incorporaron a los jóvenes vascos. En 1883 tuvieron que ir hasta China para defender el pabellón francés. La aventura colonial francesa en el Yunang, que continuaría con la conquista de territorios hasta el delta del Mekong, fue una pesadilla para los que sufrieron la campaña. En 1854, otro grupo de vascos fue enviado hasta Crimea, defendiendo la tricolor francesa, cuando las autoridades de París, en colaboración con Gran Bretaña y el Imperio Otomano, desataron una estúpida guerra contra Rusia. En 1870 otro puñado de jóvenes se vería involucrado en el conflicto de Napoleón III y Prusia. En 1914 fue el clímax con su incorporación a los batallones franceses en la Primera Guerra mundial. Todavía después de la Segunda Guerra mundial, algunos serían embarcados a Indochina (1946) y Argelia (1954) para defender el honor colonial.

Me estremece también el recuerdo únicamente numérico y esa referencia sublime a la Gran Guerra. Porque la sombra francesa ha sido muy alargada. Vicent Etchemendy, de Arrosa, murió a comienzos de 1947 después de haber participado en las campañas de Siria y Turquía bajo la bandera tricolor francesa. También fue la crónica de Pierre Lafargue, de 21 años y natural de Biarritz, que en enero de 1950 murió combatiendo bajo la bandera francesa en Indochina.

El hijo del pelotari Iñaxio Echebeste, campeón de Francia y vecino de Sara, murió en la guerra colonial de Argelia. León Lajournade, de la localidad bajonavarra de Uharte, que fue veterano de Indochina, murió años después en Argelia, en una emboscada en Seddou. Jean Sallaberremborde, del caserío Etchart de Muskildi, fue otro de los 103 vascos que murieron en Argelia. Otras contiendas, como la de Corea, inmersas en las tensiones de la Guerra Fría, también tuvieron sus víctimas vascas. Edouard Fernandez, natural de Baiona, murió en Corea, en «lucha contra el comunismo», a finales de 1951.

El servicio militar obligatorio, el alistamiento forzoso, fueron la base del nacionalismo francés. Ni la toma de la Bastilla, ni la Marsellesa, ni les Bleus de fútbol cohesionaron a una sociedad diversa tanto como lo hicieron el relato de «las guerras heroicas» y, sobre todo, el hecho colonial. Miles de nuestros jóvenes murieron por un proyecto ajeno.

Se ha intentado unir el dolor por aquella perdida colectiva con la creación de un sentimiento nacional. Una cuestión a revisar, como bien hicieron los autores de la pancarta de «Morts par la France». «Eskuara baizik etzakiten haiek» cantaba Gorka Knörr a los muertos vascos de la Gran Guerra. Todo nuestro respeto y recuerdo a ellos. Pero que no nos hagan la trampa del trilero. Lo siento por el rey navarro Enrique, pero París no vale siquiera una misa.

Fuente
https://www.naiz.eus/
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